domingo, enero 16, 2011

Confesiones de año nuevo


Leo Marie Claire. Cada tanto. Pero soy capaz de mover cielo y tierra para conseguir los números de enero y junio, los que traen los desfiles.
Tengo sueños eróticos.
Tengo sueños eróticos con Bruce Willis, un par de ex y con Cerylo. No sé si esto sea normal o no.
Para mí lo más raro es tener sueños eróticos con uno que duerme al lado (Bruce, obvio).
Me gusta hablar con los curas (no de los sueños eróticos).
Pido muestras gratuitas.
Escribo cartas de protesta a los diarios, a las empresas, a mi director, al ministerio y al alcalde.
Coninuará...

viernes, diciembre 24, 2010

Vidas

para agente 99

Vivimos en el mejor de los mundos posibles
(Leibniz)

No sé cuándo empezó ni cómo. Sospecho que tenga relación con mis últimas lecturas filosóficas. A mí la filosofía me pega mal. Y cierta literatura.
Lo que sucedió fue que me empezaron a aparecer otras vidas posibles. No se trataba de imaginar vidas posibles, sino de vivir otras vidas.
Ahora están instaladas. Desde hace unos días convivo con ellas.
Funciona así: de repente, en un tren, mirando por una ventana o hablando de bueyes perdidos se produce un fundido como en el cine y soy la otra. Vivo en otro sitio con otras personas hago otras cosas.
La gente que me rodea dice que a veces nota un cierto esombrecimiento en mi rostro, una pérdida temporal de la palabra, un movimiento curioso de alguna parte del cuerpo. Creo que coincide con el traslado. Pero no pasa nada más: no desaparezco, no tengo crisis epilépticas ni me arranco las ropas. Debe ser porque la otra también soy yo.
Como a todo el mundo, ciertas decisiones me llevaron a determinadas situaciones que hoy definen mi vida actual. En mis otras vidas la decisión fue otra y por lo tanto también mi vida.
Ahora, puedo usar la razón que me queda para deducir que cualquier camino me hubiera llevado de todas formas al punto en el que me encuentro. Y concluir que mi vida es, ni más ni menos, la única posible. Sin embargo allí están las otra vidas.
Me doy cuenta de lo atípico de la situación. Y de lo peligroso. Lovecraft y Cortázar estarían encantados. El psiquiatra que quiere llevar al loquero a una señora que conozco, un poco menos. Debe ser por eso que vuelvo al blog. Y por un mensaje de agente 99. Necesito testigos: cualquier cosa esto se trata de ficción. Mediocre, faltaría más, pero ficción al fin.
Volvamos a mis vidas. O mejor no.
Creo que puedo sobrellevar la situación sin crear alarmas sociales. Lo que me produce desazón es saber, con certeza, que ya ninguna de estas vidas es posible. O peor, que vivo la mejor de las vidas posibles. Lo cual es, como en Leibniz, profundamente pesimista.

miércoles, febrero 04, 2009

La ciudadanía de las palabras.

Las palabras habitan los lugares. De alguna forma misteriosa rellenan un espacio, como un árbol, una estatua, un cuerpo. Entrando, pongamos a Barcelona, descubrimos que todos, hombres y mujeres, son tíos. Oye, tío. Cuando uno desembarca en algún balneario turístico mexicano se encuentra rodeado de amigos. Amigo, amigo. En la capital porteña rejuvenecemos. ¡Piba!

Al primer contacto con los sonidos de un sitio, cuando somos un extraño enrolado de turista o un inmigrante de estreno, nos dejamos encantar. Es peligroso, los rumores nos pueden atrapar como pulpos. El altoparlante del metro emite rugidos que tratamos de imitar como autómatas. Estiramos los oídos para captar las voces de la gente, el tono y repetimos las palabras para dentro. Las dejamos sonando en nuestros pechos. Leemos todo: carteles, publicidades, menús, pegotines. Lo hacemos susurrando, ensayando pronunciaciones, asimilando. De a poco vamos penetrando el lodo auditivo, hasta confundirnos. Queremos ser un ciudadano más. Entonado. Invisible.

Sin embargo. Hay otro tipo de uruguayo que podríamos catalogar como resistente. Es un ejemplar que se puede reconocer fácilmente en París, toma mate a orillas del Sena y con orgullo charrúa soporta a todos los drogadictos que se le acercan a pedirle una chupadita. En Madrid se lo ve usando el vos e inmutable ante la cadena de inagotables “¿qué?”.

Lo cierto es que estas dos tipologías, el integrado y el resistente, terminarán por contagiarse. El proceso de hibridación es imparable. Las culturas se entreveran, nuestra identidad es múltiple. De todas formas, estos dos seres, desarrollando un elaborado proceso esquizofrénico intentarán separ las dos “lenguas”. Es decir, los dos mundos. La prueba de fuego será volver a pasar la fiestas a Uruguay. El gallego de adopción comenzará a ensayarse en el avión: “yyyuvia”, “yyyamar”, “yyyo”, “ssaragossa”, “pess”. Mas será en vano. Una noche, después de varias cervezas, mareado por el jet lag y medio dormido preguntará “¿Tienes hora?” Ay, ay, ay.
El newyorquese de adopción hablará pausado, respirará profundamente y se concentrará en cada uno de los numerosos “ta” que intercalará al momento justo. La mala noticia es que nadie mantiene la concentración por más de veinte minutos. Sucederá todo en un segundo. Mientras observe distraído el vuelo de una mosca, alguien le preguntará “Che, ¿querés un mate?” Su boca se abrirá, sus cuerdas vocales emitirán un fatal, terrible “ouuu...kei”. Lo acusarán de esnob, vendepatria y pilladito.

De mí creo que dicen lo mismo. Como todos los expatriados de buena voluntad un buen día me convertí en bilingüe.
Sin embargo. Donde vivo, no puedo dejar de sonreír en absoluta soledad interior, cuando digo muy pancha “Che bello l’orto di tua madre” (“Qué linda la huerta de tu madre.”). O de divertirme, como los niños, cuando veo pasar un auto japonés muy grande que los hombres adoran y se llama ”Pajero”.
Lo más grave es, sin dudas, un cierto problema que tengo con las blasfemias. No logro distinguirlas. En italiano existen las malas palabras y después estas otras que son mucho peores, son terribles y no se pronuncian jamás (existen solo para casos graves o de borrachera extrema). Una blasfemia es un insulto que ofende a los principales integrantes de la Biblia: Dios, la virgen María y el mismísimo Jesús. Las adjetivos injuriosos más comunes que adornan sus nombres son “cane” (“perro” y en sentido figurado “persona malvada”) y “vacca” (“vaca” y en sentido figurado “prostituta”). Como buena atea crecida en un país laico aún no logro interiorizar el pecado, no siento nada diciendo esto. Declaro mi amor en italiano. Lloro en italiano. Pero las blasfemias me resbalan. Metí la pata más de una vez. Desesperada intenté, sin resultados, pedir que me elaboraran una lista, pero ni siquiera con fines didácticos encontré un tano dispuesto a colaborar conmigo. Al parecer, pronunciar blasfemias es un pasaje directo al infierno.

El italiano tiene palabras que son intraducibles. Mi preferida es furbo, se parece a listo en español. Pero no exactamente. Furbo es alguien inteligente y al mismo tiempo avivadito. La furbizia es lo que hizo ganar a Berlusconi las elecciones, es el motivo por el cuál no se consigue eliminar la evasión de impuestos, es lo que hace que en el tráfico nadie deje pasar a nadie y en el autobús no se cedan los asientos. Furbo es, en Italia, casi un elogio.

Y al italiano le faltan expresiones. La que más necesito es vergüenza ajena. No existe, nadie sabe lo que es. Tal vez porque cada lengua dispone solo de las palabras que pertencen a su idiosincrasia.

Si pudiera, construiría una lengua múltiple. Además de furbo y vergüenza ajena, incluiría del francés flâneur, que es el vagabundeo pero muy a la Baudelaire y a la Benjamin. Unheimlich del alemán, significa, como ninguna otra palabra, el desasosiego que provoca lo familiar. Y la protuguesa saudade, que es el huequito ese entre el corazón y el estómago que tiene que ver con las ausencias.

lunes, junio 02, 2008

Porque mayo es el mes de los zapallos y porque no hay mal que por bien no venga, elaboré una lista de mis alegrías del mes. Cosa insoportable el egocentrismo, para no hablar de las listas de todo que hay en los blogs. Pero se trata, justamente, de ver el lado positivo del tiempo.

Mis pies blancos. Verlos andar, uno después del otro. Pasaron meses encerrados en botas y medias, allí están ahora, al aire, los muy impúdicos.

Una noche de lectura. Un libro desde el principio hasta el final. Es "Quarantatré" (Cuarenta y tres) de Elisabetta Severina. Son ciento y pico de páginas. Nada genial, y quizás por eso, una cierta intimidad con la escritura, con el personaje.

Las notas de mi profe de inglés. Me devuelve los deberes (chorreteando tinta roja porque cometo unos errores espantosos) con signos de admiración o interrogación, subrayados, explicaciones, caritas sonrientes y “Great! Well done! I especially liked the bit about...” “I like your sense of humour. Well done” “A very good piece of writing. I enjoyed reading it. Well done!” “Well done! Another very good piece of writing. I enjoyed it a lot!” Él es tan maravillosamente inglés.

Un pedazo de papel. Lo tengo pegado en la pared con plastilina. Lo miro todos los días, lo leo y releo. Es mi pasaje de avión para Uruguay. Después de tres años y medio. Ida y vuelta, claro.

Mis alumnos del viernes. Me convencieron de irnos al patio a dar clases. Me sentía una vulgar imitadora de Sócrates mientras deambulábamos por los enormes pasillos, bajábamos escaleras y atravesábamos puertas, mientras yo introducía el tema para no perder tiempo, y ellos detrás. Sentados en un murito, entre ruidos de coches y las miradas envidiosas de mis colegas, leímos y comentamos un texto de Javier Marías. Nunca estuvieron tan concentrados, inspirados, lúcidos y sonrientes.

María Zambrano. Algunos fragmentos de “Delirio y destino”. Como la descripción de las parejas enamoradas, que da vueltas y vueltas en mi cabeza desde hace días. Dice ella, la sabia, que no hay historias de amor, que el amor se coloca, al contrario, fuera de la historia, es solo el sufrimiento causado por su ausencia. El amor como la ausencia de amor. Lo podemos reconocer en los ojos de ciertos amantes, en la lejanía que nos separa de ciertas parejas, que viven como en otro tiempo, entre nosotros pero a la vez, envueltas en un pensamiento que se parece a la nada. Otra vez el amor como ausencia, en este caso de pensamiento.

Mi trasero. Logró entrar muy campante en mi pollerita negra de la adolescencia. Que de todos modos no puedo usar porque tiene un remiendo, una rajadura por innumerables intentos de cerrarle el cierre. Situación que me deja meditando.

El último capítulo doble de Lost. En realidad no me gustó tanto el episodio, sino que se decidieran a explicar cómo diablos hicieron para salir de la isla. Y que fuera el último. Ahora sí, ya no tengo nada más que esperar en esta vida.

sábado, mayo 03, 2008

Justificaciones

Estos meses no estuve porque me interné en un clínica suiza. Desintoxicación. Las primeras semanas fueron duras. Luego me acostumbré a la vida sana, al aislamiento y disfruté de los paseos por los jardines del brazo de Keith Richards. Ahora ya estoy intoxicada otra vez. Vuelvo a escribir. Todo como siempre.

Estos meses no estuve porque finalmente me aceptaron como ayudante de cámara para un documental sobre la reproducción de los cetáceos en Antártida. Un ciclón se abatió contra nuestro campamento. Quedamos aislados. Los sensores que habíamos colocado en las ballenas nos permitieron localizarlas, cazarlas, comerlas. Sobrevivimos. Legó la primavera. Volvimos.

Estos meses no estuve porque me hice amigos nuevos. Nostálgicos. Todo comenzó tratando de reproducir la peña de Ramón Gómez de la Serna, aquella del Pombo. Sólo que en la versión Siglo XXI había mujeres, yanquis y droga. Al principio sólo leíamos inocentes textos dadaístas. Después nos hicimos surrealistas. A alguien se le ocurrió fundar un movimiento del nombre "Surrealismo pragmático". Y allá nos fuimos a ocupar un castillo abandonado de Provenza con el libro del marqués de Sade bajo el brazo y las pelis de Pasolini y Buñuel. Queríamos dedicarnos a los aspectos prácticos pero cada acto se interrumpía porque caíamos en la elucubración, perdíamos la concentración y había que comenzar todo otra vez. Desgastante. Una mañana decidí salir a la ruta, hice dedo y volví a casa.

Estos meses no estuve porque me enamoré de un pakistaní. Mis horas libres las pasé haciendo el amor y estudiando punjabi. Decidí dejarlo todo para ir a Islamabad. Con él, mi pakistaní. Cuando el avión estaba por despegar me arrepentí. Corrí y corrí. Volví llorando a los brazos de Cerylo que aceptó perdonarme en cambio de posar desnuda con el velo para una colección de fotos que estaba preparando.

Estos meses no estuve porque me raptaron. Andaba yo paseando por un pueblito cerca de Barrancabermeja cuando un comando de las Farc me encapuchó y me llevó a la selva. Me picaron una serie de insectos, me deshidraté, pasé hambre y me agarré una enfermedad tropical causada por la mordedura de un animal ponzoñoso. Caminaba todo el día, discutíamos de política, me enseñaron a disparar. Un buen día, sin darme más explicaciones, me dejaron ir. Cuando llegué a Bogotá el consulado italiano me informó que nadie sabía nada de mi captura. Mañana tengo otro interrogatorio, todavía no me creen. Probé con la embajada uruguaya, la misma historia. Tal vez tenga que quedarme aquí, en Bogotá. Al menos hay internet, podré seguir posteando.

Espero que sepan perdonar mi abandono.

sábado, octubre 27, 2007

...

A veces a una le viene una pereza.

sábado, setiembre 15, 2007

Charlas con mi hermana

(I)
Mi hermana me asegura que no siente envidia.
Discutimos, en una de esas charlas interminables que tenemos los fines de semana por skype, sobre el comentario de un fulano, motivado por la envidia. Ella lo critica. Yo también, pero por mal educado, tendría que haber disimulado.
Considero la envidia un hábito feo. Aunque provoque más sufrimiento que placer es ineludible. No es elegante manifestarla en público, lo mejor es practicarla en secreto, como sacarse los mocos o masturbarse. Sin embargo mi hermana, que es mucho mejor persona que yo, insiste en no haberla experimentado jamás. Mientras la escucho me voy sintiendo una porquería y para ganarle le recuerdo las semejanzas con los celos, sentimiento que ella sí experimentó, y me consta. Pero envidia no. Y la envidia es peor, sin lugar a dudas.
Le cuento mi técnica. Cuando envidio algo de una persona me imagino que soy esa persona. Soy todo lo que esa persona es. Por ejemplo, tengo su magnífica casa pero también su marido barrigón y medio borracho, su madre neurótica, su mal aliento. Y ahí se me pasa. Porque siempre, hasta ahora, prefiero ser yo misma. Claro, hay casos en los que es necesario escarban a fondo para encontrar los defectos. Por suerte para mi detestable envidia, nadie es perfecto. Como demostración baste pensar en Angelina Jolie: belleza, fama, dinero, Brad Pitt y problemas de hígado.
Mi hermana me compadece, lo noto en su tono de voz.


(II)
Tenemos un abuelo poeta. El viejo acaba de cumplir 90 años y hace poquito le publicaron su primer antología. Su fuerte es la poesía gauchesca. Mi hermana está convencida de que se trata de un Gran Poeta. Asegura, con argumentos largos y profundos, que nuestro abuelo es el Mejor Poeta gauchesco de Uruguay. Mi hermana, aunque pasó bastante tiempo desde la salida del libro, sigue convencida de que se convertirá en un best seller. Hay que aclarar que su certeza se apoya en otro dato objetivo: el libro cuenta con una compaginación extraordinaria, realizada por el Mejor Diseñador Gráfico del Mundo, su compañero.
Es tan así que presentó el libro a un concurso editorial.
En nuestra charla, mi hermana me informa que nuestro abuelo ganará el premio. Le digo que no quiero decirle, pero le digo, que los concursos literarios suelen estar acomodados, que casi siempre las decisiones son políticas y que además, en este caso, cuenta la editorial, y en el libro del abuelo brilla por su ausencia. Mi hermana expresa sorpresa ante mis sospechas de corrupción, asegura no saber nada de todo esto. Me relata, entusiasta, como el país esté cambiando.
Además, me cuenta, hay un motivo por el cual ganará el primer premio: el concurso lleva el nombre de un poeta gauchesco. Ah, digo yo. ¿Y? No te das cuenta, me responde, es una oportunidad única para que le den el premio a un poeta gauchesco. ¿Cuántas oportunidades así van a tener en la vida? ¿No piensan acaso en la alegría del difunto, el señor del nombre del concurso, cuando sepa que el premiado es un poeta gauchesco?
Mi hermana me dice que por las dudas, por si el jurado fuera distraído, cuando inscribió el libro se encargó de explicarle la cuestión a la secretaria, pidiéndole que comunicara el caso al jurado, inscribiendo el libro, les estaba haciendo un favor, les daba la oportunidad de homenajear verdaderamente al difunto poeta nacional. La señorita estuvo de acuerdo con mi hermana. Y la verdad, terminó convenciéndome a mí también.

El modo tan "acorazonado" de razonar de mi hermana me sorprende siempre. ¿Será que soy la hermana secreta de Mafalda?

martes, setiembre 04, 2007

Horrores en la bota.

Italia necesita un tratamiento psicoanalítico. Es un país con graves problemas de remoción, complejos de origen arcaico y un superego con sede en el Vaticano. Como cualquier neurótico, para que todo parezca lindo, elige tapar los problemas.

¿Los inmigrantes son feos? ¡Los escondemos!
¿Los inmigrantes molestan? ¡Les hacemos la vida imposible!

El jefe municipal de Verona decidió que es ilegal comer en la calle. Sentarse en el banco de una plaza con una pedazo de pan cuesta 50 euros de multa. ¿Será por las migas? Pues no, es para que se fundan los kebab que con una licencia de venta "al paso" no tienen mesitas. Estamos en Italia, hay que comer pasta y pizza y en una mesa con mantel, como la gente decente.

En Florencia es ilegal lavar los vidrios de los autos en los semáforos. Trabajo que obviamente hacían los inmigrantes. Los limpiavidrios, sucios, pobres y mal educados, molestan a los automovilistas.

En varias ciudades es ilegal parar el auto para contratar una prostituta. Y en todo el país es ilegal ser prostituta. Es inmoral, tienta a los hombres y es antihigiénico.

En Padova construyeron un muro, vigilado 24 horas por telecámaras y policías, para aislar el barrio de los inmigrantes. Gritan, se pelean, son violentos, hay que separarlos.

En Verona es ilegal comprar falsos de marca. Comprar una cartera Prada en la calle por 30 euros (en lugar de pagar 800 por la original) cuesta una multa de 500 euros. (Nótese que de todas formas sigue siendo negocio, ya que son idénticas.) No se puede caminar en paz por las peatonales, los negros vendedores, tan grandotes, tapan las vidrieras de Gucci. Además perjudican a los grandes diseñadores de este maravilloso país. (Hay que seguir abriendo paréntesis sobre este tema. Porque es verdad que los perjudican, pero no porque compitan con ellos, obviamente no es así, sino porque demuestran que si el mismo producto se puede producir por tanto menos, alguien nos está robando).

Sería triste en cualquier lado. Pero que en Italia, donde desde hace añares la ilegalidad llamada mafia sigue tan campante, se tomen esta clase de medidas en nombre de la legalidad, es delírium trémens. Para no hablar del derroche público, de la crisis del sistema de salud, de la precariedad laboral, de la decadencia del sistema educativo, del aumento de la violencia, de los concursos públicos truchos. Es como ver a un psicótico que lo único que le preocupa es la picadura de un mosquito.
Pero acomodemos el culo a esta neurosis generalizada, y mientras todo se derrumba, mantengamos las apariencias. ¿Quién no quiere vivir en ciudades perfectas? Sí, escondamos todo lo que molesta. ¡Quiero un mundo Truman Show!

Propongo ilegalizar
a todos los pobres que piden por la calle,
el llanto de los niños en lugares públicos,
los calcetines blancos en los hombres,
la exposición de celulitis y rollos en las playas,
McDonald's,
el ladrido de los perros,
la gente fea,
el olor a sobaco y a pata en los ómnibus,
los turistas que hacen preguntas,
el ring de los celulares,
las barras de adolescentes gritones,
el uso de medios de transporte público con el pelo sucio.

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domingo, agosto 26, 2007

Praha


La historia del pueblo checo es trágica, admirable y curiosa. Siempre dominados, con una lengua eternamente prohibida. Luchadores a modo propio, tirando traidores por la ventana, con partisanos suicidas antes que rendidos o héroes que se queman vivos. Puede ser que algún viejo bebido sienta nostalgia del comunismo, mientras tanto en la ciudad de Praga sólo quedan monumentos a las víctimas, sobrenombres irónicos y el metrónomo de Černý en el imponente pedestal donde una vez estuvo la estatua de Stalin más grande del mundo.

Deambular por las calles de Praga es un delirio de belleza. ¿Qué sea la ciudad más hermosa de Europa? Es como si cada estilo arquitectónico se pavoneara para competir con sus rivales. Ni modo, los gustos personales caen como castillos de cartas. Aun a la persona más adversa al barroco se le pondrá la piel de gallina cuando camine dentro del inmenso trompe-l'œil de la Iglesia de San Nicolás (Kostel SV. Mikuláše) en Malá Strana. Quien siempre le haya torcido la nariz al Art Nouveau tendrá que admitir que el subterráneo de la Casa Municipal (Obecní Dúm) o las decoraciones que andan por ahí de tipos como Alphonse Mucha son una locura. Si alguien sospecha del cubismo porque no sabe de qué lado colgar el cuadro, se mareará encantado delante de la arquitectura rondocubista. Porque a los checos, cuando se enfervorizan, no los para nadie. Allá por los primeros años del siglo XX se les dio por el cubismo y lo aplicaron a platos, casas, ventanas y hasta a un poste de la luz, pero lo hicieron sin renunciar a esa manía que acarrean desde tiempos inmemoriales de decorarlo todo.

Praga es linda del derecho y del revés. Lo mejor es escaparse de las mareas de turistas para descubrir sus jardines secretos, las iglesias escondidas, las cervecerías bajo tierra. Me emocionó especialmente pisar algunos lugares históricos, como la plaza donde los comunistas abatieron el sueño de la Primavera de Praga, o la iglesia que acribillaron los nazistas. Y después me di a algunos caprichos burgueses, como sentarme detrás de los ventanales de los cafés más lujosos de la ciudad. Una noche me dejé embriagar con la cerveza más rica y más barata del mundo, mirando caer el sol en el río Moldava.

En la periferia, viendo los penaláky (apodo que significa "paneles"), unas viviendas grises, monótonas y rectangulares que se parecen a los nichos, construidas por los invasores para fomentar la igualdad del espíritu, pensé que era la mayor prueba de la insensibilidad soviética. Porque cuando se llega a no captar la belleza, se deja de ser humano.

sábado, agosto 11, 2007


Y de repente me elevo.
Mientras los de abajo están sudando la gota gorda, yo me calzo las medias de lana. La naturaleza es inmensa. Yo un puntito. No tengo tele, ni radio. Mi celular no recibe señal. No me importa nada. Ni de mi vida, ni del mundo, ni de nadie. Camino horas con un bastón como una enerergúmena. Miro los picos nevados y me olvido. De todo. Menos de caminar, tratar de no caer, ni de tener frío ni calor ni sed. Cuando por fin llego me nutro con sopas y strudel de manzana. Y después bajo. Sólo me importa ducharme, sacarme las botas. Dormir.
Lo raro, lo inexplicable es que la montaña se me haya metido en la piel. Recuerdo que antes no hacía estas cosas tan sufridas o placenteras, ya ni sé.

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domingo, julio 29, 2007

Señorita maestra.


Resulta que en 1923, en algún lugar, tal vez de España, la señorita maestra tenía que comprometerse a:
1. No casarse.
2. No andar en compañía de hombres.
3. Estar en su casa entre las 8 de la tarde y las 6 de la mañana.
4. No pasearse por heladerías del centro de la ciudad.
5. No abandonar la ciudad sin permiso.
6. No fumar.
7. No beber ni cerveza, ni vino ni whisky.
8. No viajar en coche con ningún hombre que no sea su padre o su hermano.
9. No vestir ropas de colores brillantes.
10. No teñirse el pelo.
11. Usar al menos dos enaguas.
12. No usar vestidos que queden a más de 5 centímetros por encima de sus tobillos.
13. Mantener limpia el aula (barrer el piso y lavar la pizarra al menos una vez a día y lavar el piso con agua caliente al menos una vez por semana, encender el fuego del aula a las 7 de la mañana).
14. No usar polvos faciales, no maquillarse ni pintarse los labios.
Supongo que las normas educativas estarían en otro lado. ¿O no importaba? Lo que me encantó es lo del paseo por las heladerías.

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domingo, julio 15, 2007

Me levanté un momentito para sacar la foto.

sábado, junio 30, 2007

Cinco escenas por las que vale la pena vivir.


Tengo una idea.
Una revista de cine italiana lanzó una propuesta a sus lectores. Mi genial idea es copiarla (en una versión adaptada).


En sus vidas como espectadores cinematográficos ¿cuál es la escena que les dio más miedo, la que los hizo reír, la que los hizo llorar, la que los excitó, la que más los emocionó?

Estoy pensando las mías.

domingo, junio 24, 2007

La otra.

El hecho ocurrió este mes de junio, en la estación de trenes de Verona, en Italia. Lo escribo porque no quiero olvidarlo, para no perder la razón. Ahora, si lo escribo en el blog los demás lo leerán como la realidad y, con el tiempo, lo será tal vez para mí. Sé que fue casi atroz mientras duró y más aún durante las desveladas noches que lo siguieron. Ello no significa que su relato pueda conmover a un tercero.

Serían las dos de la tarde. Yo estaba recostada en un banco, en el andén 7. A unos pocos metros a mi derecha había máquinas dispensadoras de gaseosas heladas. El calor y el aire contaminado generaban una niebla espesa y tórrida. Invevitablemente, hizo que yo pensara en el tiempo. La milenaria imagen de Heráclito. Yo había dormido bien, mi clase de esa mañana había logrado, creo, interesar a los alumnos. No había un alma a la vista. Sentí de golpe la impresión (que según los psicólogos corresponde a los estado de fatiga) de haber vivido ya aquel momento. En la otra punta de mi banco alguien se había sentado. Yo hubiera preferido estar sola, pero no quise levantarme en seguida, para no mostrarme incivil. La otra se había puesto a fumar. Fue entonces cuando ocurrió la primera de las muchas zozobras de esa mañana.
No silbaba. De todos modos la reconocí. Incapaz de hablarle, como hizo Borges, sólo me quedé mirándola.
Tenía mi pelo largo y rubio de entonces. Mis piernas escarbadientes se le escapaban de una solera floja e indecente, de rayon gris. Se enroscaba en su cuello un fular de colores, parecía casual, sin embargo las dos sabíamos que lo usaba para taparse el pecho. Sin maquillaje, los ojos alborotados, las manos inquietas, la piel fresca.
Él estaba sentado en el suelo, un poco lejos. Era morocho, alto y guapo, con una espalda grande para abrazarte mejor. Llevaba la camisa a cuadros de alguno de mis novios, sus bermudas, y tenía un par de piercings (sin dudas se trataba de un remake moderno). Cuando el tren llegó esperé que subieran y los seguí.
Él dijo que tenía hambre y ella le ofreció Nutella, el dulce de leche europeo. Sacó un bollón de medio kilo de una bolsa de tela que nos habíamos hecho en casa con algún retazo. Cuando él le preguntó si solía andar por la vida con el frasco de Nutella en la cartera y ella contestó que sí, supe que se habían conocido hacía poco, quizás el día anterior. El metió el dedo en la crema densa y se lo llevó a la boca. Comenzó a chuparlo despacio. Supe que ella deseaba besarlo. En lugar de hacerlo se cambió de lugar, abrió la ventana, se acomodó el vestido. En silencio, él sacó de un bolsillo una billetera repleta de pasajes de tren, los controló uno a uno y comenzó a explicarle un sistema, que no logré entender, para viajar sin pagar. Ella lo miraba embobada. Y confiaba, a pesar de sus ojos tremendos.
Cuando el tren se puso en marcha, ella también me miró. Creo que me reconoció. Su rostro sonriente se puso serio y pálido. No sé que la pudo haber asustado, si mi blusa de seda negra, mis zapatos de señora o mi pelo corto. Le sonreí para avisarle que todo había salido bien. Yo, que no he sido madre, sentí por esa pobre muchacha, más íntima que una hija de mi carne, una oleada de amor.
Ella aún no había leído El otro, no sabía.
Se distrajo de mí cuando le sonó el móvil. Apoyó la cabeza en la ventanilla y se puso a charlar en un español con perfecto acento uruguayo.
Seguía hablando cuando tuve que bajar, era mi parada. Desde abajo, con ligera nostalgia, la miré irse.
Como lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador, andaré por estaciones perdidas, buscándola.

martes, junio 19, 2007

Libertad libertad.

Vi una de las mejores películas de los últimos tiempos: "La vida de los otros". Es alemana, construida con la exactitud, con los tiempos necesarios para que los personajes tomen espesor, con las mejores enseñanzas de los clásicos, limpia de las modas. Y quizás por esto último una película libre. Me quedé contenta, como me pasa cada (rara) vez que veo buen cine. Me quedé lagrimeando por un montón de motivos que tienen que ver, supongo, con lo que
todavía nos queda de humanos. Me quedé pensando en la libertad.
En Alemania del Este, donde viven los personajes de "La vida de los otros", no había libertad.

¿Hay libertad en algún lado?

El otro día un grupo de adolescentes, dieciocho y diecinueve años, me pidieron que les sacara una foto. Son chicos que conozco bastante: inteligentes, educados, adinerados, estudiosos, guapos. Me colgaron máquinas digitales en los brazos y se pusieron en pose. Observándolos por algunos minutos noté que más de la mitad, no exagero, tenía los mismos idénticos lentes de sol, un modelo Ray-Ban que recuerda los años ochenta. Luego, curiosa, pregunté por esta cosa de los lentes. Me enteré que la mitad que no los tenía los había olvidado en casa o pensaba comprárselos.
- ¿Se dieron cuenta que todos tienen los mismos lentes?
- Sí, es que son lindos.
- ¿A todos les parecen lindos?
- Sí, son preciosos
- ¿No les resulta sospechoso que todos tengan el mismo gusto?
- ...

Luc Ferry, el filósofo y político francés, decía el otro día en El País de Madrid:
"La primera globalización, la de la ciencia moderna, quería comprender el mundo para dominarlo. Con dos metas: ser más libres y más felices. La globalización actual no tiene un objetivo superior, sólo sigue la lógica del mercado, donde la competencia es un fin en sí mismo. Si un programa de televisión no tiene audiencia, desaparece. Nuestros móviles pesan menos pero nosotros no somos más felices. Avanzamos sin saber adónde y, además, no controlamos el proceso."

O sea, no somos libres. Y quizás creerse libre sea más grave que no ser libre. Esto lo dice un filósofo iluminado y genial como Žižec. Dice que en un totalitarismo sabemos que no tenemos libertad, sabemos quién nos quita la libertad y ante quién debemos revelarnos. De alguna manera hay cierta libertad. En cambio, en estas sociedades capitalistas y globalizadas vivimos una aparente libertad.
Probablemente los chinos comunistas uniformados de azul eran más libres que estos adolescentes del primer mundo convencidos de su libre elección.

domingo, junio 03, 2007

Platos rotos.

Estoy torpe. Más que de costumbre.
Hoy se me resbaló la tapa de la fuente Pirex, le dio justito al vaso con vino que se hizo añicos sobre mis lasañas recién horneadas.

Ayer, recorriendo el medio metro necesario para ir del horno a la mesa, con mi torta de naranja con almíbar, no sé cómo, incliné la bandeja que derramó un chorro pegoteado sobre mis almohadones nuevos, mi piso, mis pantunflas.

Antes de ayer perdí mi memoria USB con el trabajo del año entero. Y no, no tengo todo copiado en mi disco duro.

Todo esto quiere decir algo. Lo sé pero no me doy cuenta.

domingo, mayo 27, 2007


El hospital, con su blanco impoluto, sus nubes de éter, es un lugar inmundo.
Las enfermeras con sus zuecos mudos son apariciones inquietantes.
La comida, nutrimento del alma, es una tortura insípida a horarios inconcebibles.
Los doctores son máquinas lentas y mentirosas.
Los enfermos estás solos. Abren las puertas una hora al día. Una hora, sólo una.
Cuentan que por las noches se sienten gritos de dolor. Y cada tanto, vienen a buscar un cadáver.
Hay un pasillo ancho pintado de celeste donde se escuchan los susurros entreverados de los televisores. Nadie habla. A veces, una silla de ruedas o una camilla rugen.
En las habitaciones las ventanas son pequeñas como las de una cárcel. Las camas de metal y sus cuerpos se descascaran.
¿El consuelo? Un altoparlante que por la mañana y por la tarde escupe la voz de un cura.

domingo, mayo 20, 2007

Ansia de fin de semana.



Es tanto lo que me gustaría hacer que planificarlo me provoca un estrés casi peor que el del trabajo.
El viernes por la noche la perspectiva es excitante. Empiezo tratando de resistir hasta tarde, total, al día siguiente no me tengo que levantar temprano. Al día siguiente me despierto temprano, mi cuerpo no entiende la diferencia entre días laborales y festivos. Desayuno pensando que por culpa de mi reloj biológico voy a tener que dormir la siesta para no estar todo el día con sueño, desperdiciando mi precioso fin de semana.
Ayer fue sábado. Entre el café con leche con tostadas le sonreí a Cerylo para proponerle algo fantástico. Lo justifiqué en modo impecable, como una necesidad de primer grado en nuestras vidas, como el momento ideal para hacerlo. Él se negó rotundamente. Usé todas mis armas, hasta la última: le dije que con él o sin él. Ahí cedió.
Media hora después salíamos rumbo a Ikea.
Yo iba armada con el catálogo, estudiado y reestudiado, repleto de post-it y anotaciones. Después de un buen rato, entramos. Cerylo me controlaba. Cada compra significaba una negociación: o eso o aquello, todo no se puede, repetía como un disco. Él sólo se detenía delante del incomprensible, lo ví un rato largo dando vueltas con una pelota de acero, hasta que entendió su funcionalidad. Si algo le llamaba la atención yo le decía compralo, compralo. Esperaba que me recambiara la generosidad. Esperanza vana.
Luego de un par de horas conseguí cargar en el carrito una mesa, unas sillas y varias chucherías. Cuando llegamos al estacionamiento notamos que la mesa era más grande que el auto. Muy seguros de nosotros mismos, sacamos el metro y comenzamos a aplicar las leyes de la geometría. La solución era la diagonal. Bajamos los asientos, levantamos la mesa, me reventé un dedo. Y la mesa no entraba. Algo que ya sabían los presofistas: el desfasaje entre el plano lógico matemático y el plano físico real.
Cerylo me anunció que la única solución era cargarla en el techo. ¿Sobre esos dos cosos?, pregunté. Bueno, casi es una baca, me contestó. Para comprar las correas tuve que volver a entrar al paraíso del consumidor. Y ahí, entre el pasillo 15 y el 17, lo sentí. Un deseo irrefrenable de aprovechar para comprar alguna cosita más.
En la carretera, a paso de tortuga para no perder la mesa y con un calor sofocante, tuve que escuchar una lección filosófica sobre la futilidad del mundo material, el informe sobre la explotación de los trabajadores de Ikea, un comentario sobre la estabilidad del tiempo y la inteligencia de los conductores que nos cruzaban para tumbarse al sol, las desventajas de encontrarse aspirando partículas de polvo, nuestro aporte cotidiano a la contaminación del mundo y hasta un análisis macroeconómico que sumaba el precio de la nafta a lo que les pagamos a los suecos por dos pedazos de madera.
Después de subir las cosas al tercer piso por escalera, mientras me masajeaba la espalda dolorida, noté que en realidad la mesa y las sillas viejas no estaban tan mal.
Ya es domingo. Me esperan las cajas chatas de Ikea y el destornillador. Y sé que por la noche voy a estar sentada en el piso, tratando de descubrir por qué en la foto del catálogo el modelito BJÖRNA es mucho más interesante que en mi cocina.
Por suerte mañana será lunes y tendré otras preocupaciones.

domingo, abril 22, 2007

La duquesa, desde su nave, mira hacia el cielo y reconoce un aeroplano: "¿Jack Tippit? Yo amo a ese hombre... ¡Derribátelo!

domingo, abril 15, 2007

Corta declaración de amor.

No sé si es un metejón. Amor verdadero, siempre que exista, no puede ser. Eso, al menos, está claro. ¿Amistad? Me encantaría arrancarle la bufanda blanca que se obstina en llevar. La usaría para anudarlo al respaldo de mi cama. Con los amigos más bien vienen ganas de charlar, en general. Él es hombre de pocas palabras, además.
Me muero por escucharme llamar "romántica Bijou", aunque sepa que es como le dice a ella, a la otra.
Una noche de dos lunas podría cerrar mi novela de Martin Amis, tapar la botella de vino, desconectarme del mp3 para quedarme escuchando sus historias, sólo él. Siempre que se decida a hablar. En todo caso me quedaría mirándolo.
Nada le pediría. Soportaría todo, hasta su cigarrillo. Ni una carta, ni siquiera una llamada por teléfono. Me conformaría con que me hiciera creer que podría venir a buscarme, o quizás hasta llevarme a alguna parte, a cualquier parte.
Ay, Corto Maltese, estoy convencida de que existís.

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